miércoles, febrero 01, 2006

 

Fragmentos



J

del capítulo 1 de "El anfitrión":


J creía tener en sus manos toda la sabiduría del mundo. Creía también que el sol giraba a su alrededor, al igual, por supuesto y sin ningún género de dudas que el resto de los planetas y por añadidura todo animal, alienígena, persona de aspecto humano y planta que habitara en ellos.

Tipo más atractivo que guapo, más egoísta que narcisista, para el que la palabra altruista es un “algo” de origen árabe. Más alto que bajo, más rico que pobre pero al fin y al cabo más menos que más. Así era J, y su éxito entre las mujeres que a él le interesaban era más que evidente.

J. acababa de aparcar el coche delante del aparcamiento de la otra “J”, J de jefe, más bien de jefa, y, claro, una horma de zapato que domar, una presa que conseguir, un lugar que usurpar, un trono que poseer.
Los pensamientos de J. no discernían mal y bien. El bien y el mal – decía en algunas de sus “eruditas” disertaciones - son sólo dos caras de una misma moneda, con el mismo valor, pero que el azar vuelca a capricho. – Seguidamente deslizaba sus varoniles dedos hacia la cremallera del pantalón en un gesto que uno no sabía si interpretar como el aullido del mandril en celo o del despiste “¿la habré cerrado esta mañana?”.

Miró con recelo la matrícula, y, cuando estuvo seguro que nadie le observaba, pegó un puntapié rabioso y a contratiempo contra el tubo de escape de ese coche, propiedad de esa particular “J”.
Un puntapié que reflejaba lo que en ocasiones con este tipo de personas se denota: una fachada a la que sólo hay que darle tiempo para que se cuarteé, se degrade. Tiempo para que la aluminosis de la cara.

En ese momento sonaba su teléfono móvil. Un amigo, de los pocos que él sabía realmente que le quedaban.
El anfitrión.

Porque no siempre la historia se escribió con la tinta de estos días.

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